Por: Luiz Inácio Lula da Silva

 El papel que países como Brasil han asumido no es ni efímero ni transitorio

Foto LulaEn los últimos tiempos se han vertido opiniones y juicios superficiales sobre la inevitable decadencia de las economías emergentes y su supuesta “fragilidad”. Los que así se expresan no comprenden el alcance de las transformaciones de las últimas décadas, ni la relevancia del salto histórico que han dado países como China, India y Brasil, además de Turquía y Sudáfrica, entre otros. No reconocen que sus economías no solo han crecido a un ritmo extraordinario, sino que también han experimentado un cambio cualitativo.

Económicamente, las naciones emergentes son ahora mucho más diversas, eficientes y profesionales que en el siglo pasado, y mucho más rigurosas y prudentes, sobre todo desde el punto de vista macroeconómico, de política fiscal y monetaria. Los negacionistas no tienen en cuenta que las economías emergentes han reducido sus vulnerabilidades y que ahora son más capaces de enfrentarse a las oscilaciones de los mercados mundiales. Al utilizar parámetros desfasados de hace décadas y estereotipos sobre los problemas eternos del Tercer Mundo para evaluar la situación actual, se subestima su fuerza y su potencial de crecimiento.

 

En vista de los mayúsculos errores de análisis cometidos al analizar la situación de 2008, cuando grandes empresas estadounidenses y europeas a punto de entrar en quiebra eran consideradas modelos de competencia, y dado el nuevo escenario, creo que sería sensato buscar más objetividad al diagnosticar la situación actual y, sobre todo, al hacer pronósticos. Si algo podemos aprender de la crisis, que no ocurrió en la periferia, sino en el núcleo del sistema económico mundial, es que, para evaluar las economías y el destino de las naciones, lo mejor es evitar las ovaciones incoherentes y las alarmas infundadas. Lo más adecuado es buscar la verdad de manera imparcial, para lo cual hay que examinar las economías reales de cada país con atención, rigor y ausencia de prejuicios.

 

Los países emergentes no son y ni han sido inmunes a los desafíos. Integrados en el mercado internacional, deben afrontar las consecuencias de una economía mundial que se debilita o que crece. Ya no dependen exclusivamente de las exportaciones, que, a pesar de la crisis, continúan desarrollándose a un ritmo considerable. Los países emergentes han creado sólidos mercados internos con enormes posibilidades de expansión. La recuperación de Estados Unidos y de Europa no ha hecho que esas economías sean menos atractivas para la inversión extranjera. Ahora más que nunca, los países desarrollados siguen necesitando mercados en crecimiento que absorban sus productos, y esos mercados están sobre todo en Asia, Latinoamérica y África.

 

Al señalar que la tasa de crecimiento se está reduciendo en las economías emergentes, se suele citar a China: su economía, que llegó a un punto culminante con un índice de crecimiento del 14% anual en la pasada década, se ha ralentizado hasta alcanzar el 7%. Está claro que cuando las tasas de crecimiento disminuyen en los países ricos, China no puede mantener el mismo ritmo de expansión. Sin embargo, lo que se pasa por alto es que hace 10 años el producto interior bruto de China se acercaba a los 1,6 billones de dólares, y que hoy se aproxima a los 9 billones. El índice de crecimiento es menor, pero su base se ha ampliado enormemente. Además, China ya no depende casi por completo de las exportaciones, ya que ha desarrollado un mercado interno que exige nuevas importaciones. Gracias a sus inmensos ahorros y reservas, dispone también de una considerable capacidad para invertir en Asia, África y Latinoamérica.

 

Aunque sus economías sean menores que las de China, los demás países emergentes, con diferentes tasas de crecimiento, pero sin dejar de crecer, también ofrecen razones para el optimismo. Así es sin duda en el caso de Brasil, que se ha ajustado a la nueva realidad internacional y que es totalmente capaz, no solo de mantener sus pasados logros económicos y sociales, sino de continuar avanzando. En muchos sentidos, durante la última década, Brasil se ha convertido en otro país. Su PIB actual, que en 2003 se situaba en unos 550.000 millones de dólares, ha superado los 2,1 billones, convirtiéndolo en 2013 en la séptima economía del mundo. En ese mismo periodo, el valor del comercio exterior ha pasado de 119.000 millones de dólares anuales a 480.000. Brasil, que se ha convertido en uno de los seis destinos principales de la inversión exterior directa, recibió el año pasado, según Naciones Unidas, 63.000 millones de dólares. También es un importante fabricante de automóviles, maquinaria agrícola, pasta de celulosa, aluminio y aviones, y está entre los principales exportadores de carne, soja, café, azúcar, naranjas y etanol.

 

La inflación cayó desde alrededor del 12% en 2002 al 5,9% en 2013, y durante 10 años consecutivos, a pesar del elevado crecimiento, se ha mantenido dentro de los márgenes fijados por las autoridades monetarias. La deuda pública neta, según el Banco Central de Brasil, se ha reducido casi a la mitad en 10 años, pasando del 60,4% del PIB al 33,8%. Desde 2008, Brasil ha tenido un superávit primario medio del 2,5%, el más abultado de las grandes economías. Hace poco, la presidenta Dilma Rousseff anunció un programa fiscal concebido para continuar reduciendo la deuda en 2014. Con 376.000 millones de dólares en reservas, 10 veces más que en 2002, el país puede ahora afrontar las fluctuaciones externas manejando su tipo de cambio sin artificios ni turbulencias.

 

Brasil habría tomado una delantera mayor si la crisis mundial no hubiera tenido un impacto tan grande en el crédito y el comercio exterior. La recuperación económica de EE UU es algo muy positivo, pero ahora la economía mundial está reaccionando a la retirada de los programas de estímulo de la Reserva Federal. Incluso en un entorno económico tan difícil, el crecimiento del PIB de Brasil, del 2,3% en 2013, ha sido uno de los más elevados de los países del G20 que han anunciado sus resultados. Lo más llamativo es que desde 2008 Brasil ha creado 10,5 millones de puestos de trabajo, en una época en que el mundo, según la Organización Mundial del Trabajo, destruyó 62 millones. Y el índice de desempleo está en el punto mínimo de su historia. Para mí, no hay indicador de salud económica más potente que ese.

 

Durante años Brasil se ha esforzado por ampliar y modernizar sus infraestructuras. La capacidad para generar electricidad ha pasado de 80.000 megavatios a 122.000 desde 2003 y tres enormes centrales hidroeléctricas están a punto de terminarse. Se ha iniciado también un enorme programa de colaboración con el sector privado, de más de 170.000 millones de dólares, para la mejora de puertos, aeropuertos, autopistas y vías fluviales, y a la distribución y generación de electricidad.

 

Hace poco me entrevisté en Nueva York con inversores internacionales para demostrarles cómo se está preparando Brasil para dar zancadas todavía más grandes en esta nueva era de la economía mundial. Tuve la sensación de que su concepción de Brasil y de su potencial de crecimiento era realista y positiva. El nuevo papel que los países emergentes han asumido en la economía mundial no es ni efímero ni transitorio. No van a salir de escena. Después de 2008 su fortaleza económica impidió que el mundo cayera en una depresión generalizada. Y seguirán siendo importantes para un nuevo ciclo de crecimiento sostenido. (El País, Espanha)