La última entrevista que concedió Patricio Aylwin fue al ex ministro Sergio Bitar y al académico Abe Lowenthal, editores del libro “Transiciones democráticas: conversaciones con líderes mundiales”, hoy en inglés y que próximamente será lanzado en versiones en árabe, francés y español. A continuación la traducción del diálogo, donde el ex presidente no esquivó ningún tema.

por: Sergio Bitar y Abraham F. Lowenthal

En su residencia de calle Arturo Medina esquina Diego de Almagro en Providencia, a los 97 años, y rodeado de su familia, falleció el ex presidente Patricio Aylwin, el primer mandatario después de 17 años de dictadura y una de las figuras más emblemáticas de la transición. La última entrevista que concedió Aylwin fue en una larga conversación con el ex ministro Sergio Bitar y al académico Abe Lowenthal, para el libro “Transiciones democráticas: conversaciones con líderes mundiales”, publicado originalmente en inglés.

—La transición Chilena de la dictadura de Pinochet a un extenso periodo de gobernanza democrática y desarrollo económico es a menuda considerada un modelo. De todas las decisiones que usted tuvo que tomar para guiar este proceso, ¿cuáles son las dos o tres que considera más importantes?

—Primero yo diría que, más allá de esas decisiones, la historia del país fue muy importante para la transición. Chile es probablemente el país latinoamericano con mayor estabilidad democrática después de la independencia. Y cuando la perdimos, recuperarla se volvió la tarea fundamental de nuestro proceso. Aquellos que luchamos por el regreso de la democracia –tanto en la izquierda como en el centro (al que yo pertenecía), el mundo de los socialistas y el mundo de los democratacristianos, además del mundo de los radicales (lo que podemos llamar la centroizquierda)– lo que nos unió, más allá del espíritu de cambio y de la búsqueda de una sociedad más justa, fue la sed por democracia.

Cuando hablo de la tradición democrática chilena, creo que también nos favoreció que, a diferencia de muchos países latinoamericanos donde los militares han intervenido permanentemente en la política, Chile tuvo una gran estabilidad y las Fuerzas Armadas se mantuvieron sometidas al poder civil, salvo excepciones. Aun en los tiempos de grandes cambios sociales, las tentativas totalitarias no lograron una base de apoyo muy sólida en la sociedad chilena.

Pero respondiendo directamente a su pregunta, creo que una decisión importante fue intentar derrocar al régimen militar siguiendo sus propias reglas del juego. En general, lo que ocurría en los países latinoamericanos era que las fuerzas opositoras intentaban derrocar a los gobiernos totalitarios con otro golpe de Estado. Una dictadura se derrocaba con otra dictadura. Nosotros finalmente derrotamos a Pinochet con la institucionalidad que él mismo creó, sin alterar demasiado ni comprometer lo que pudiéramos llamar la convivencia pacífica entre los chilenos. Fue difícil; en realidad fue bastante complejo.

Para ello tuvimos que aprender a actuar con los pies en la tierra. Si no hubiéramos hecho así, nos habríamos pegado un costalazo tremendo. El adversario no era solo Pinochet, que no tenía un pelo de tonto. Era hábil y contaba con el apoyo de una parte de la población y, sobre todo, con el apoyo irrestricto de las Fuerzas Armadas de Chile: Ejército, Armada y Aviación. Ellos creían –y pienso que siguen creyendo– que cumplieron su deber para con Chile al derrocar a Allende. Ese era el sentimiento que tuvieron durante el golpe militar y a lo largo de todo el proceso de recuperación de la democracia en Chile.

Construir oposición a partir de la confianza

—Al principio usted fue muy crítico del presidente Allende, pero en los 80 fue capaz de ganar la confianza de aquellos que lo habían apoyado. ¿Cómo fue posible trabajar con aquellos que habían sido sus adversarios?

—Fuimos adversarios en una época de mucha división política y confrontación. No es común en la historia que partidos que han sido adversarios hasta hace tan poco puedan llegar a un acuerdo como ese. Durante la administración de Eduardo Frei Montalva (entre 1964 y 1970), los socialistas fueron un duro adversario nuestro, y durante la administración de Allende (entre 1970 y 1973) levantamos una oposición poderosa porque vimos en el gobierno de la Unidad Popular un intento de facto por establecer el socialismo. De hecho, cuando sucedió el golpe militar, muchos de nosotros sentimos que era la consecuencia inevitable de la situación a la que el mismo gobierno nos había llevado: un país al borde de la guerra civil. Por eso fuimos acusados de haber apoyado el golpe.

Sin embargo, la dictadura fue tan dura que terminamos encontrado terreno común para defender valores fundamentales, empezando por la defensa de los derechos humanos.

También hubo iniciativas políticas que unieron a figuras dentro y fuera de Chile, analizando cómo reconstruir la democracia. Una de esas primeras iniciativas se llamaba el Grupo de los 24. El grupo estaba conformado mayoritariamente por abogados o personas relacionadas con asuntos legales; formamos un grupo de estudios para analizar los problemas de Chile y para buscar el regreso a la democracia, lo que desafiaba al gobierno en el proceso. Figuras con diferentes puntos de vista se unieron al Grupo de los 24, en un espectro que recorría desde el antiguo Partido Liberal a los socialistas e incluso a los comunistas.

La mente detrás del Grupo de los 24 fue Edgardo Boeninger. Al principio éramos sólo un grupo de amigos y nos reuníamos en nuestras casas. Casi todos éramos académicos que, en su mayoría, ya no estábamos en las universidades porque las universidades habían sido tomadas por (y subordinadas a) las autoridades militares. El grupo incluía académicos como Luis Izquierdo de la Escuela de Biología; el historiador Sergio Villalobos, que ganó el premio nacional de historia; Manuel Sanhueza, que fue ministro de Justicia de Allende; Sergio Teitelboim, que era comunista y el hermano de un reconocido líder del partido. Había muchos abogados.

Estudiábamos una nueva Constitución, cómo la nueva democracia tenía que verse. Nos reuníamos en una oficina en el centro de Santiago, a plena vista, y fuimos tolerados por el gobierno –todos sabían que nos reuníamos semanalmente. Ese proceso sembró confianza en quienes habíamos sido adversarios.

También creo que fue importante que asumiéramos la cuota de responsabilidad por nuestras diferencias; incluso los socialistas comenzaron a reconocer los errores de la administración de Allende y a revalorizar la democracia. Los democratacristianos hicimos lo mismo.

Finalmente, las amistades también ayudaron. Por ejemplo, yo tenía muy buenos amigos socialistas desde niño –por ejemplo, Clodomiro Almeyda, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Allende. Cuando volvió del exilio, nuestra vieja amistad ayudó a integrar la facción más dura de socialistas a la emergente coalición de partidos democráticos.

—¿La experiencia de trabajar juntos en el Grupo de los 24 contribuyó a construir relaciones de respeto mutuo y confianza entre personas de posiciones muy diferentes? ¿Cómo encontraron puntos en común?

—Exactamente, así fue. Fue un proceso largo. Yo lo he llamado el “reencuentro de los demócratas”. Escribí un libro con ese título acerca de cómo se desarrolló este proceso de encontrar puntos en común. Había muchas formas para que nos encontráramos. Emergieron círculos de discusión conocidos como los círculos de diálogo y los seminarios que se realizaban tanto en Chile como en el exterior reunieron a aquellos que estaban en el exilio con los que estábamos en el país. Analizar la situación juntos nos permitió reducir nuestros prejuicios y construir confianza.

El tema de los derechos humanos fue muy importante, porque unió a las personas –más allá de sus diferencias ideológicas– en la defensa de la dignidad humana. Aquellos que trabajábamos como abogados de derechos humanos éramos democratacristianos, radicales, liberales y comunistas y nos podíamos encontrar defendiendo causas en las cortes. Yo los defendí en varias ocasiones, cuando Jaime Castillo [ex ministro de Justicia y reconocido líder de la Democracia Cristiana] fue exiliado, y también a amigos socialistas que habían sido expulsados del país. Hubo una ocasión, no me acuerdo del caso, en que la sala de audiencias era pequeña y la Corte Suprema autorizó poner altavoces afuera, uno podía escuchar los argumentos en los pasillos de la corte. Y se perdieron casi todos los juicios.

Construyendo una coalición

—Luego, las alianzas políticas comenzaron a tomar forma. Primero vino la Alianza Democrática y le siguieron el Acuerdo Nacional y la Asamblea de la Civilidad que fueron antecedentes de la Concertación de Partidos por la Democracia. Había un gran movimiento social que apoyaba las demandas democráticas: trabajadores y sindicatos, estudiantes universitarios, mujeres –que jugaron un rol unificador defendiendo los derechos humanos y ciudadanos. Las organizaciones de mujeres fueron muy activas, pero también muy audaces. Fueron las primeras en salir a las calles y actuar unidas incluso cuando eran de partidos adversarios.

Movilización Social

—La crisis económica y la reforma liberal de comienzo de los años 80 generaron una pobreza considerable y dejaron a muchos peor que antes, lo que contribuyó con el creciente descontento. Entre 1983 y 1986 la movilización de la sociedad civil, apoyada por los partidos que existían a pesar de estar formalmente prohibidos, erosionó el apoyo al régimen militar. Las movilizaciones desgastaron a la dictadura –hasta el intento de asesinato de Pinochet en 1986.

—Había una discusión mayor respecto de si era posible poner fin a una dictadura mediante un plebiscito. El partido comunista argumentaba que el final de la dictadura debía venir de la mano de una gran movilización social, sin excluir la lucha armada. ¿Cuál era tu opinión?

—La movilización fue de hecho promovida por los partidos democráticos. El Partido Comunista y su frente armado apoyaban una estrategia de todo tipo de lucha, incluyendo el uso de la violencia. Los partidos democráticos creían en la movilización pacífica, incluso si éramos reprimidos. Cuando los comunistas contrabandeaban armas dentro del país, que fueron descubiertas, e intentaron asesinar fallidamente asesinar a Pinochet, eso fue un punto de quiebre. La represión se intensificó y nos dimos cuenta claramente de que nos teníamos que comprometer con el camino de la no violencia para construir un apoyo amplio.

Fue un debate tenso y todos teníamos nuestras dudas. Yo soy un pacifista y un hombre de ley. Aunque en ese momento no podía apostar que las cosas saldrían bien para nosotros, pensé que un enfoque no violento estaba en línea no sólo con la historia de Chile sino que también con la idiosincrasia de los chilenos, con las peculiaridades de nuestro carácter nacional.

Había también dos facciones dentro de los partidos que más tarde formaron la Concertación: aquellos que insistían en que el gobierno de Pinochet iba a caer como resultado directo de la movilización social y aquellos que pensaba que sería más efectivo involucrarse en la Constitución de Pinochet, desafiar el plebiscito previsto en ese documento y vencerlo a través del plebiscito.

Yo pertenecía a la última facción. La estrategia de la movilización social efectivamente había comenzado a erosionar el régimen, pero nos preocupaba que si continuábamos intentando provocar una revolución social y una movilización de las bases el resultado sería trágico, porque las fuerzas armadas tenían capacidad de represión. Aquellos que apoyábamos una opción o la otra rechazábamos la estrategia del Partido Comunista, aunque sus intereses quedaban mejor satisfechos con la intensificación de la movilización social.

Vencer el sistema autoritario desde adentro

Cuando hubo un plebiscito para aprobar la Constitución de 1980, denunciamos la ilegitimidad de los procedimientos –sin libertades y sin listas electorales, que habían sido destruidas por la dictadura– y por lo tanto de la Constitución. Sin embargo, en 1984, algunos empezamos a proponer dejar atrás la discusión sobre la legitimidad de la Constitución y aceptarla como una realidad de facto. La idea era registrar los partidos bajo la Ley de Partidos de Pinochet, que no nos gustaba, participar en el plebiscito, que tampoco nos gustaba, y vencer al régimen siguiendo sus propias reglas.

Fue una estrategia que finalmente triunfó. De hecho, fui electo presidente de la Democracia Cristiana defendiendo la posición de que el partido debía registrarse como un partido político bajo la ley de la dictadura. En nuestro propio partido había quienes se oponían a eso. Luego luchamos por elecciones libres, registramos nuestros partidos y logramos que siete millones de chilenos se registraran para votar. Finalmente vino la campaña por el “NO” y el plebiscito, en que derrotamos a Pinochet.

Control civil de las Fuerzas Armadas

—Usted dijo que la tradición histórica de las Fuerzas Armadas ayudó porque la milicia chilena históricamente había obedecido a las autoridades civiles. La experiencia chilena es única porque en ninguna otra transición el dictador se mantuvo luego de dejar el cargo presidencial como comandante del Ejército por ocho años. ¿Cómo se desarrolló esta relación con los militares? ¿Cómo negoció con los militares? ¿Cuáles son las lecciones, cuáles fueron los problemas?

—En mi primera reunión con Pinochet como presidente electo, le dije que pensaba que era mejor para Chile que el renunciara como comandante en jefe. [Imitando a Pinochet] “Usted está equivocado, Sr. Presidente, nadie lo va a defender mejor que yo”. Él era muy admirado por las Fuerzas Armadas y es probable que su permanencia haya evitado levantamientos de coroneles, como pasó en otras transiciones.

Mi relación con Pinochet fue complicada, pero al final se terminó por someter a un marco institucional que no le gustaba; lo respetó porque él lo había creado. Sin embargo, quiso evitar muchas cosas. Por ejemplo, en nuestra primera reunión en La Moneda, una vez que había jurado y asumido como presidente, me dijo que se iba a reportar directamente conmigo y no al ministerio de Defensa.

Así que le mostré la Constitución y le dije, “Mire, general, la Constitución que usted creo dice que está a cargo del ministro de Defensa, así que lo siento pero va a tener que aceptarlo”. Trató de evitar tener que pasar por un intermediario, pero lo tuvo que aceptar y desde ese momento en adelante se reportó al ministro de Defensa.

Reveses

—Hubo algunos incidentes inesperados durante su administración que apuntaron descarrilar la transición, incluyendo el asesinato del Senador Jaime Guzmán, un líder de la derecha, y el secuestro del hijo de Agustín Edwards, director de El Mercurio. ¿Cómo respondió a estos incidentes?

—Diría que los enfrenté como parte de la situación de tensión que vivíamos. Nos empujaron a una situación en la que no conocíamos cuales serían los resultados; había muchos riesgos, actos terroristas. Sabíamos incluso que había servidores públicos o personas que se infiltraban y continuaban trabajando, como ellos dicen, a la mala. Tengo un recuerdo vago, pero se descubrió que había una conexión entre La Moneda y un edificio de la policía secreta que escuchaba nuestras conversaciones telefónicas.

Vivimos muchas tensiones. Me acuerdo que una vez en Punta Arenas conocí al jefe de las Fuerzas Armadas ahí y le dije que quería conocer al resto de los oficiales como muestra de mi voluntad de ser presidente de todos los chilenos, civiles y militares. Me pusieron todo tipo de obstáculos, dijeron que era muy difícil llamarlos a todos para que nos juntáramos al día siguiente. Así que les dije: “¿Qué es esto? ¿Si hubiese una guerra no podrían reunir a todos los oficiales en materia de horas?”. Así que me junté con los oficiales y hablé con ellos sobre la transición. Fue una reunión muy representativa, con oficiales de todas las Fuerzas Armadas; fue en Magallanes.

— ¿Cómo reaccionó a los dos incidentes, en 1991 y 1993, en que tropas del Ejército ejercieron una presión visible que parecía intentar intimidar al gobierno para que dejara de investigar las denuncias de irregularidades financieras del hijo de Pinochet? ¿Pinochet controló a las Fuerzas Armadas?

—El que estaba al mando era Pinochet, pero las Fuerzas Armadas no lo seguían en todo. Por ejemplo, cuando el llamado enlace fue conducido en 1991, ese día era la graduación y premiación de los mejores oficiales del Ejército, así que había una ceremonia y un almuerzo en La Moneda en la que Pinochet estaba participando como comandante en jefe. Cuando Pinochet dejó el palacio de gobierno, le entregaron el diario La Segunda, que estaba reportando acerca de la investigación de algunos cheques emitidos por su hijo, los famosos pinocheques, para compras de armas durante el gobierno militar. Esa tarde, el Ejército salió de sus barracas a la calle vestidos para el combate.

Esa tarde yo tenía la ceremonia de graduación de los oficiales de Carabineros y mientras estaba ahí me informaron sobre lo que estaba pasando. Bueno, me dije a mi mismo, veamos qué está pasando aquí. Pero la ceremonia de los carabineros siguió con normalidad y el resto de las ramas de las Fuerzas Armadas no se unieron. Pinochet intentó que el gobierno detuviera la investigación de las actividades de su hijo. Esto demostró que su influencia estaba limitada al Ejército, ya que ni la Armada, la Fuerza Aérea o la policía lo siguieron.

La segunda vez que Pinochet intentó algo similar fue cuando yo estaba de viaje en el extranjero. Las causas fueron similares, pero el tema de las investigaciones por derechos humanos, que lo tenían preocupado, se sumó. Esta vez tampoco tuvo el apoyo de las otras ramas de las Fuerzas Armadas.

Afortunadamente, estos intentos de intimidación del Ejército no tuvieron éxito, porque la verdad es que el compromiso con la democracia ya había echado raíz en la conciencia nacional y no era fácil volver atrás: la idea de que Chile había recuperado su democracia estaba establecida.

Justicia y Reconciliación

—Pero las principales tensiones con Pinochet se debían al tema de los derechos humanos. Cuando convocamos a la comisión de Verdad y Reconciliación para investigar las desapariciones de personas durante la dictadura, Pinochet me dijo “¿Por qué hace esto, Sr. Presidente? Es como cuando la paz reina nuevamente en una familia, pero alguien reclama la herencia y todos se pelean”. Yo le respondí, “vamos a hacerlo”, y después, cuando el informe fue publicado, hubo considerable tensión. Ellos convocaron al Consejo Nacional de Seguridad, pero no lograron más que eso.

—¿Cómo tomó la decisión de crear la comisión de Verdad y Reconciliación? ¿Qué reacción esperaba de los militares?

—La comisión de Verdad y Reconciliación fue formada para investigar los crímenes de la dictadura. La convoque al principio de mi periodo. Fue fundamentalmente mi iniciativa. Pensé que era necesario, pero primero tenía que convencer a mis asesores. Ni Edgardo Boeninger ni Enrique Correa, mis principales asesores políticos, pensaron que fuera una buena decisión, pero yo estaba convencido que era la manera de abrir puertas. Si uno quería que los militares abrieran una solución. Tuve que ser tan cándido como prudente, por eso use la frase de buscar “justicia en la medida de los posible” –por la que he sido muy criticado– reflejando un grado de prudencia, porque si la justicia iba a ser total, eso significaba llevar a tribunales a Pinochet y toda su gente, iba a desatar una guerra civil. “En la medida de lo posible” era un camino viable porque habría juicios, pero no una decapitación, no acciones agresivas contra aquello que continuaban teniendo el poder de las armas.

Pinochet dijo que iba a estar alerta, que ninguno de sus hombres podía ser tocado, pero el informe de la comisión tuvo un impacto enorme porque habían muchos que todavía no creían que hubo violaciones sistemáticas y generalizadas a los derechos humanos. El informe de la comisión fue como una confirmación oficial. Y después vinieron otros pasos y tuvimos ganancias concretas en verdad y justicia que llegaron más allá que en la mayoría de las transiciones.

— ¿Cómo se formó la comisión?

—Llamé a las personas, una por una, que a mi juicio gozaban de prestigio y representaban distintos puntos de vista, en un intento por asegurar que la comisión tuviera legitimidad. Estaba liderada por Raúl Rettig, un reconocido jurista, un gran líder del Partido Radical. Él y yo habíamos sido muy cercanos; había sido un miembro del Grupo de los 24. Destacaba porque era igualmente respetado en la derecha como en la izquierda.

Me acuerdo que yo estaba muy interesado en persuadir a un venerable líder de los conservadores chilenos, Francisco Bulnes, para que fuera parte de la comisión, porque era ampliamente respetado en la derecha tradicional. Incluso fui a su casa a pedírselo, pero me dijo que no. Fue muy difícil encontrar gente en la derecha que aceptara. Finalmente, el historiador Gonzalo Vial aceptó; había sido ministro de Educación de Pinochet. También involucramos figuras del mundo de los derechos humanos, como José Zalaquett. Todos eran ampliamente respetados.

Reforma Constitucional

—Un momento crucial antes de que se volviera presidente, en 1989, fue la negociación de las enmiendas constitucionales con la dictadura. Muchos pensaron que los cambios obtenidos no fueron lo suficientemente significativos. ¿En retrospectiva, cuál es su evaluación? ¿Debió haber insistido en mayores cambios?

—Bueno, esa frase que a muchos no les gusta pero que yo considero realista –“en la medida de lo posible”– reflejó nuestros esfuerzos por avanzar de manera gradual. Esas reformas fueron un primer paso, no todo lo que queríamos, pero claramente marcaron un progreso. Considerando que Pinochet en ese tiempo era el dictador e iba a continuar como comandante en jefe del Ejército, todavía tenía mucho poder.

Muchos años han pasado y mucho han olvidado muchas cosas, pero tengo que decir que no me quedo con preguntas como: “¿lo hice bien? ¿lo hice mal?”. No, yo creo que hice lo que tenía que hacer y, por suerte, salió bien, pero también pudo haber sido un fracaso. Tuvimos que renunciar a ciertas ideas y tomar otras. Por ejemplo, en el programa de gobierno de la Concertación, nosotros apoyábamos suprimir la Ley de Amnistía, pero cuando asumimos no lo pudimos hacer porque necesitábamos una supramayoría, que no teníamos, para cambiar ese estatuto. Debemos recordar que Pinochet tenía senadores designados (que había apuntado bajo la Constitución de 1980), y no teníamos los votos en el Congreso para terminar con los enclaves autoritarios. Por eso fue que creamos la comisión de Verdad y Reconciliación. Fue un paso importante para avanzar en la reconciliación del país, y fundamental para lograr justicia.

—Un tema central para el éxito de una transición es construir una coalición fuerte. Usted tenía el apoyo firme de los partidos políticos. ¿Hasta qué punto esto se debió al desarrollo de un programa político que fue acordado por esos partidos?

—Creo que nuestro programa acordado fue la carta de navegación, y tratamos de operar con él. Me acuerdo que era un tema que me gustaba discutir con los otros líderes de partido: “¿Cómo crees que vamos en relación a lo que le prometimos al país”? Había muchas expectativas, pero tuvimos cuidado de no hacer grandes promesas que llevaran a la desilusión. Teníamos un ambicioso programa económico y social para la época, pero era razonable. Aquellos a cargo de implementarlo eran aquellos que habían participado en su diseño. No obstante, siempre hay aspiraciones que no pudimos satisfacer porque teníamos un sistema político con senadores designados por Pinochet que nos forzaban a hacer concesiones, especialmente en temas políticos.

Administración económica para el desarrollo

—La derecha política ha dicho que la Concertación continuó aplicando el mismo modelo económico que Pinochet. Pero cuando uno observa que se ha hecho en Chile –tratados internacionales, luchar contra la pobreza, infraestructura, inversión y buscar el “desarrollo con equidad”, como su administración lo puso– quizás lo suyo fue una aproximación diferente. ¿Cuál fue su aproximación económica? ¿Qué tan importante fue su política económica para mantener el gobierno?

—Pinochet implementó las políticas neoliberales incondicionalmente. Nosotros mantuvimos la apertura económica; incluso la llevamos más lejos, y tuvimos una política fiscal responsable. Pero fue muy distinta del modelo económico de la dictadura. Promovimos una política, como tú dices, de crecimiento con equidad. En mi gobierno hicimos importantes reformas laborales y del régimen impositivo, entre otras. Creamos políticas para reducir la pobreza, aumentamos los sueldos e incrementamos la inversión del Estado en educación y salud. Recortamos la inflación, que dejó de ser un problema para Chile. En suma, los resultados de las políticas sociales y económicas de la Concertación están a la vista de todos. Dejando la modestia de lado, creo que hicimos un buen trabajo –el trabajo que tenía que hacerse– y que no cometimos grandes errores. Puede que algunas cosas hayan sido insuficientes, pero en general tuvimos una buena administración, la evidencia es que el gobierno tuvo continuidad. Si uno hace un mal trabajo en el gobierno, lo más probable es que la oposición gane la próxima vez. Nosotros tuvimos 20 años –cuatro administraciones– de la Concertación.

—En el caso de Chile, las personas tuvieron mucho auto-control a la hora de hacer demandas sociales, por ejemplo sobre el aumento de sueldos y la mejora de las condiciones laborales. ¿Cómo respondió y canalizó esas demandas?

—Creo que el gran éxito de mi administración, y de las administraciones de transición en general, se debe no sólo a las políticas seguidas por las autoridades sino también al gran apoyo de la comunidad nacional. Jamás sentí que estuviéramos arrinconados, o que la oposición era superior a nosotros. Al mismo tiempo, nos preocupamos de tratar bien a la oposición. En otras palabras, era importante alcanzar un entendimiento con la oposición, tomarlos en cuenta, para que no se sintieran marginalizados, para explicarles lo que estábamos haciendo para que ellos entendieran. Eso me ayudó a ganar el apoyo para las políticas que seguimos. De hecho, cuando empezamos las primeras giras internacionales invitamos a ejecutivos de negocios, líderes de sindicatos, legisladores de la oposición y del gobierno, para que todos formaran un equipo. Eso también generó encuentros, porque en las noches se reunían a comer y conocerse mejor, de manera que fue una forma de construir amistad cívica.

Movilización social

—¿Qué rol ocuparon las mujeres en la transición y en su administración?

—La lucha de las mujeres por la democracia fue muy importante. Fueron muy valientes. Había organizaciones como Mujeres por la Vida y Mujeres de Detenidos Desaparecidos que se movilizaron sin cansancio buscando a sus seres queridos, reportando violaciones a los derechos humanos y exigiendo libertad y justicia. Además, había mujeres organizadas en comunidades locales buscando formas solidarias de responder a la crisis económica. Las ollas comunes proliferaron. Al mismo tiempo, las mujeres levantaron problemáticas que les concernían, como la violencia intrafamiliar y las desigualdades en el trabajo y en la legislación civil. Durante mi administración, aunque no tuvimos un gran nivel de representación de las mujeres en política, se estableció el Servicio Nacional de la Mujer; su directora tiene el rango de Ministra. Desde ahí se promovieron cambios en la legislación civil y criminal y se trató el problema de la violencia. La fundación fue establecida para que las siguientes administraciones pudieran modernizar significativamente la legislación de familia y progresar en la eliminación de las diferencias de género.

Apoyo Internacional

—Chile es un caso muy interesante e importante para analizar el rol de la comunidad internacional en una transición. ¿Podría comentar sobre esto?

—Chile tuvo un apoyo internacional considerable. Fue muy importante para nosotros. De hecho, comenzamos nuestra administración con la presencia de presidentes de Latinoamérica, Europa y también importantes figuras de Estados Unidos. Propusimos integrar a Chile a la comunidad internacional más allá de la apertura económica, porque políticamente habíamos estado muy aislados durante la dictadura. Hubo mucha solidaridad con nosotros. Fue un gran apoyo para un gobierno que recién estaba partiendo en una posición difícil.

—¿Hasta qué punto consideraron otras transiciones previas para determinar cómo sería la transición de Chile? Por ejemplo, la transición de Brasil fue lenta, partió desde los militares. En Argentina, los militares se desacreditaron y por lo tanto fue fácil removerlos; la economía se debilitó; y el presidente Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático, tuvo que renunciar. ¿Fueron las experiencias de los otros países latinoamericanos importantes para el análisis?

—Dado que Chile fue el último país en volver a la democracia en esta región, pudimos aprender de las experiencias del resto. El caso de Argentina con Alfonsín, que terminó mal, nos mostró las dificultades a las que nos enfrentaríamos. La democracia vino con muchas expectativas y era necesario tener un control considerable para asegurarnos que las cosas no se nos escaparan de las manos. Además, estábamos especialmente preocupados de fortalecer los lazos con el resto de los gobiernos latinoamericanos, especialmente con Argentina. Con el presidente Carlos Menem progresamos en resolver prácticamente todos nuestros problemas limítrofes. Firmamos el primer tratado de libre comercio con México.

Una de las decisiones que tuvimos que tomar, especialmente mirando el caso de Argentina, fue emprender reformas sociales, pero lo hicimos buscando acuerdos con los sindicatos para canalizar las demandas y ayudando a que los trabajadores y los empresarios llegaran a acuerdos. Les debemos mucho, en ese sentido, a los líderes de sindicatos, como Manuel Bustos, que entendió la complejidad del proceso de transición a la democracia.

“Esa frase que a muchos no les gusta pero que yo considero realista –“en la medida de lo posible”– reflejó nuestros esfuerzos por avanzar de manera gradual. Esas reformas fueron un primer paso, no todo lo que queríamos, pero claramente marcaron un progreso. Considerando que Pinochet en ese tiempo era el dictador e iba a continuar como comandante en jefe del Ejército, todavía tenía mucho poder”.

Principios fundamentales

— ¿Cómo mantuvo el foco y el equilibrio enfrentándose a tantos y tan complejos desafíos, y con tantas personas y grupos con visiones sumamente diferentes?

—Es una buena pregunta. Soy una persona que se compromete con las cosas en las que cree, por las que me arriesgaría, pero tengo una especie de mecanismo de resorte que me dice: “Mira, ten cuidado, no te dejes guiar sólo por tu ímpetu, tu entusiasmo”. Eso ha significado que a lo largo de mi vida política siempre he trabajado bien en equipo y he forjado muy buenas relaciones humanas. Un ejemplo es mi relación con Edgardo Boeninger. Él era una académico, rector de la Universidad de Chile. No estaba involucrado en política, pero después del golpe se unió a la Democracia Cristiana. Trabajamos muy bien juntos.

Creo que también me ha ayudado que tengo la habilidad de dormir bien y tomar distancia de las cosas. También he tratado de guardar tiempo para leer y llevar una vida normal. Me gusta manejar mi propio auto. Me acuerdo que siendo presidente estaba manejando, con los guardaespaldas en el auto detrás mío, hasta que de repente los carabineros nos pararon. Abrieron la calle para Pinochet. ¡El venía acompañado de una comitiva de seguridad mucho más grande que la mía!

Transiciones contemporáneas

— ¿Qué consejo general le daría a un líder político del mundo árabe, o de cualquier otro lugar, que quiere ayudar a su país a transitar de un régimen autoritario a un gobierno democrático?

—No me atrevo a improvisar una respuesta. Es difícil tener una idea de lo que uno haría en su propio país, mucho menos aconsejar a alguien en un país distante. Sin embargo, después de periodos de mucha división, una recomendación general sería poner énfasis en buscar dónde hay más unidad que división. Así es posible llegar a acuerdos. Muchos de nosotros habíamos estado en lados opuestos, como el ministro Bitar (que participó en la administración de Allende, fue detenido y exiliado) y los políticos que se opusieron a Allende. Pero llegamos a un acuerdo al defender principios esenciales: la lucha por la libertad y la dignidad individual. También alcanzamos consensos con muchos otros que habían sido partisanos de Pinochet. Buscar la unidad era difícil después de años en que las diferencias eran mucho más claras que las posibilidades de unidad. En ese sentido, la administración de La Concertación, comenzando con la mía, logró un mayor grado de convergencia entre el gobierno y la oposición, y entre los distintos sectores políticos, que lo que había ocurrido en las décadas previas.

Otro aspecto que destacar es no empezar desde cero. Es mejor hacer cambios a partir de lo que ya existe. Esa era la idea cuando propusimos derrotar a Pinochet en su propia Constitución, en vez de decir “vamos a cambiar la Constitución”. Estábamos cambiando las reglas del juego desde adentro. Fuimos muy realistas al definir nuestras propias políticas; teníamos grandes sueños –el sueño de reconstruir la democracia, de alcanzar la unidad de los chilenos– pero nuestras acciones fueron realistas. En ese sentido, creo que hicimos lo que teníamos que hacer. Y es interesante, porque aunque dijimos “justicia en la medida de lo posible”, pocas transiciones han tenido tanta justicia como la que hemos tenido a través de los años en Chile: lo que es posible cambia con el tiempo; no todo se puede lograr a la primera.